lunes, 25 de noviembre de 2013

El rastro

lo buscó, imaginó gozarlo en la tibieza extática de los muslos de la fortuna, en la claridad ensimismada de aquel silencio, bajo las ruedas de la mirada. siguió su rastro entre líneas y creyó haberlo abrazado en la soñadora implosión de un dibujo de su pequeña, en el desconchado en la pared que había revelado la verdadera piel de su alma, en aquellos otros labios de acero que musitaban el mismo perenne adiós.

(se sucedían las imágenes: la noche derramada bajo los cascos de las botellas, el interminable viaje en el asiento trasero del alba, el infantil misterio de un ropero arrancado al sueño: creyó haberlo amarrado en el grito que arrastra su domingo en su enfrentamiento a vida o muerte con la gravedad.)

para cuando volvió en sí, solo era un fragmento herido bajo los árboles, incapaz de detener su carrera en pos de aquel rastro fugitivo, del que sentía latir su ausencia, al fin entraña de la nada, sentido que alcanza su azar en unos versos redimidos de su deuda con el tiempo:

Ya hace años dijiste:
"Soy en el fondo una cuestión de luz".
Y ahora todavía al apoyarte
en los anchos omóplatos del sueño
incluso si te arrojan
al pecho adormecido del océano
buscas esquinas en las que lo negro
se ha desgastado y no resiste
a tientas vas buscando la lanza destinada
a perforar tu corazón
para abrirlo a la luz.

(Giorgos Seferis, Tres poemas secretos, trad. Isabel García Gálvez)

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