miércoles, 23 de enero de 2013

stout

No sabía decir en qué momento decidió dar un vuelco a su existencia arrojándose a las profundidades de una pinta de Guinness. Tampoco si se había tratado simplemente de dibujar en el aire un impulso, o de una estrategia largo tiempo meditada, con calibración de posibilidades de fracaso tanto en la forma de un repentino arrepentimiento, como de un parte de lesiones irreparables. Lo único que sabía era que el vino y el güisqui le producían náuseas y que cualquier otra forma tradicional de suicidio la horrorizaba.

Se preguntaba si en su elección tal vez había tenido algo que ver el recuerdo de aquel noviete poetastro bajito y greñudo, enfrascado una y otra vez en la búsqueda de nuevos sentidos al mismo poema de siempre. La había conquistado con una frase tan insensata como presuntuosa: "Hay un antes y un después de llevarse a los labios una pinta de Guinness". La apuesta estaba allí, y aunque todavía hoy no le perdonaba que, entre pinta y pinta, hubiera sido incapaz de dedicarle ni un miserable verso de amor, había estado cerca de dejarlo todo para aceptar su propuesta de peregrinaje por el hechizo y las rutas literarias de la Isla Esmeralda. Pero ningún viaje iniciático verdadero se debe hacer en pareja, y eran ya demasiados intentos con el Ulysses de Joyce como para tomárselo en serio. Y aun así, y a pesar del poco aseo y de la intolerable costumbre de vestir solo camisas escogidas por su madre (o quizá por todo ello), inconscientemente se humedecía los labios cuando evocaba el sexo disfrutado con aquel fulano.

Se felicitó por haber escogido la mejor hora, la del primer partido de la tarde. Estaba claro que ninguno de los escasos parroquianos que se habían congregado frente al inacabable televisor de plasma de aquella taberna, iba a estar pendiente de los desvaríos de una mujer embutida en una gastada gabardina oscura, que había rebasado largamente la treintena. El barman, diligentemente, había atendido su petición sin perder ojo del juego, y mientras tiraba el primer golpe de stout, a ella le dio por pensar en la inmemorial relación entre feminidad y cerveza, presente no sólo en su composición (el lúpulo, a través de su flor femenina), sino en la preparación de la misma, históricamente reservada a las mujeres de la tribu, en lo que se podía entender en clave de rito antropológico, con sus propias liturgias, sacrificios y diosas asociadas (Ninkasi, Freyja). Algo que ahora le parecía a años luz de aquellos tíos abotargados en su propio ritual balompédico.

Era hermoso ver asentarse la cremosa espuma surgiendo de aquel leve remolino interior, el mismo vórtice extático al que se iba a entregar una vez acabara el hipnótico ceremonial. De repente se vio a sí misma atravesándola, o tal vez siendo atravesada por ella. La venció la absurda idea de cientos de pequeños vidrios afilados como cuchillos alimentando sus esquinas contra ella, impidiendo que pudiera hacerse espíritu, aliento con la negrura. Con la segunda tirada, se atrevió a dejar revolotear la mirada por las diversas botellas que esperaban turno al fondo de la barra. Fue poco más que un destello, pero se sorprendió escrutándose en el centro de aquel enorme y deslustrado espejo dorado henchido de tréboles. Por primera vez en su vida, se veía a sí misma, tal como era, tal como nunca había querido ser, algo que le supuso una inesperada sensación de alivio. Rendida a esa frágil desnudez soberana, un estremecimiento le alcanzó cuando el verdugo le plantó la pinta enfrente. Se cerraba el círculo, la llamada de las branquias se cernía desde las entrañas del más allá de la encrucijada espacio-temporal.

Le molestó sobremanera que el borde del vaso estuviera mellado, tanto que pensó en desistir. Instintivamente, giró el vaso 180º y volvió a encontrar la paz en su ánimo. La solución había reportado ventajas, pues las letras quedaban atrás y todo el enigma de las profundidades se abría sin obstáculos a su mirada. Aun así, confiaba en no golpearse con la mella en el momento del chapuzón, pues temblaba con la mera posibilidad de un corte profundo. Pensó que le vendría bien un trago. No demasiado largo. Lo justo para hacerle olvidar temores, responsabilidad, ataduras o afectos, así como la imprevista picazón que le había empezado a morder en axilas y corvas. Devolvió el vaso a la barra, y sin mediar otros pensamientos, puso el móvil en silencio, se despojó de la gabardina, dobló cuidadosamente la faldilla y el suéter, y una vez en braguita y sostén, se lanzó al encuentro del líquido ébano...

2 comentarios:

  1. Qué bueno, Maese Nadie, dan ganas de darse un buen chapuzón, en el stout y en su jugosa prosa (...y sin haberlo pensado/ me ha salido un pareado!!).

    Sólo le digo una cosa (ejem ejem ejem...): una mujer entrada -incluso ampliamente- en la treintena NO TIENE POR QUÉ SER TRANSPARENTE cuando penetra en una taberna irlandesa. Vaya si no. Depende de qué mujer entrada en la treintena e incluso en la cuarentena, puede hacer girarse a todo el personal, incluso en noche de partido.

    (Sólo faltaría)

    Dicho lo cual, brindo por usted y por sus capacidades literarias (aunque yo, no sé si sabe, prefiero el tinto, no soy mucho de cervezas, ni negras, ni rubias, ni de las que entusiasman a los elefantes rosas, ya sabe usted a qué me refiero).

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Supongo que no hará falta que le diga que no se deben infravalorar las habilidades de cualquier mujer -incluidas las treintañeras-, para pasar desapercibida hasta la virtual transparencia. Por si le queda alguna duda, no se pierda el siguiente vídeo de una campaña vial inglesa protagonizado no por una mujer, sino por un oso. Si de esto es capaz un plantígrado, imagínese una treintañera experimentada: http://www.youtube.com/watch?v=Ahg6qcgoay4

      Eliminar

Ruleta rusa